El proyecto nació sin nombre, como una sombra que se extendía lentamente en los rincones donde nadie se atrevía a alzar la voz. Su origen era un misterio: algunos decían que fue ideado por un grupo de escritores anónimos que ya no podían soportar el ruido del mundo; otros juraban que provenía de una vieja tradición, rescatada de un monasterio donde los monjes sólo podían comunicarse con susurros para no despertar lo que dormía entre los muros.

El lugar destinado para el proyecto no era una sala común, sino un espacio casi oculto. Un salón estrecho, con paredes de piedra húmeda y apenas iluminado por lámparas que temblaban como si también tuvieran miedo. No había sillas, sólo un círculo de mesas bajas donde reposaban cuadernos de papel áspero y plumas oscuras. La regla era clara: no se permitía hablar en voz alta. Cada participante debía escribir con naturalidad, dejando que las palabras fluyeran como pensamientos clandestinos, y cuando necesitaban comunicarse, lo hacían únicamente en susurros, tan suaves que parecían formar parte del aire mismo.

El misterio del proyecto estaba en lo que ocurría después. Las páginas escritas parecían adquirir vida propia. Nadie sabía quién había escrito qué, porque los textos eran reunidos y entrelazados por manos invisibles. Los relatos se fusionaron en un único cuerpo narrativo donde las voces se confunden: confesiones, recuerdos y miedos, unidos por un hilo de terror latente. A veces, al leerlos, se descubre un patrón inquietante: frases repetidas en distintos manuscritos, nombres que aparecían aunque nadie recordará haberlos escrito, o escenas tan vívidas que parecían provenir de experiencias compartidas por todos.

La atmósfera del proyecto se volvía más densa con cada encuentro. Los susurros ya no eran sólo un modo de comunicación, sino un ritual que mantenía a raya algo más. Quienes se atrevieron a elevar la voz —aunque fuera por descuido— juraban haber sentido un cambio brusco en el ambiente: una respiración ajena, un frío inexplicable en la nuca, o el roce de dedos invisibles pasando las páginas.

Con el tiempo, el proyecto dejó de ser un simple ejercicio literario y se transformó en una especie de pacto. Nadie hablaba de él fuera de aquel círculo; era como si las palabras escritas y los susurros estuvieran vigilados por una presencia que no toleraba la traición.

Y así, cada relato nacido en aquel espacio llevaba consigo no sólo el misterio, el suspenso y el terror de las historias, sino también el eco de voces que jamás deberían ser escuchadas en otro tono que no fuera el de un susurro.